Estoy viendo la hoja. La observo, la cierro. La borro,
la despejo. Me pregunto una y otra vez qué poner. No sé. No puedo decirlo. No
entiendo qué debo hacer. O más bien, sí lo hago, sin embargo, necesito que mis
manos sientan ese electrochoque que las lleva a escribir. Que las hace saber
que es hora de dejar que la inspiración guardada en un corazón metido en un
montón de confusiones y distracciones salga, porque pide a gritos escapar. Pido
un tema o tal vez lo pedí, porque ya lo he encontrado, como si mi vida
se fuese a ir con ello. Decidí que era hora de escribirle algo a ella. No un
texto lleno de cursilerías y estupideces. No un correo donde una imagen
explicaba lo que sentía. No algo, que ni siquiera llegaba a ser de mi
propiedad. Decidí que le escribiría un texto: uno completo y derecho, porque
siempre me ha apoyado en lo que es mi pasión y nunca dejó que pensara que era
mala. Siempre me hizo saber, que para ella, yo era la mejor.
La conocí un día de escuela, el inicio de un año
escolar. Supongo que el sol brillaba y los pájaros cantaban, pero no me creeré
mucho, porque mi memoria no puede
memorizar tan bien un día en específico. Tal vez llovió, puede que estuviese
nublado o a lo mejor, el viento sopló alocado, sin embargo, no me importaba el
clima, me fijaba en otras cosas.
Recuerdo haberla visto, sentada en su pupitre. Chiquita,
morena, de espalda recta y cabello lacio. Sus piernas se balanceaban de un lado
a otro, pero sus manos se encontraban juntas, como dándose una fuerza que a lo
mejor no encontraba en sí misma. Estaba nerviosa, lo supe. Tímida, de lejos.
Delicada y dulce, sin saberlo. No veía a los lados no quería. Seguramente le
intimidábamos. Éramos como monos. Seguimos siéndolo, mantenía la vista fija
en la pizarra. En la profesora. No en ti. No en nadie. Lo siento, simplemente
no es así de fácil.
La busqué, me presenté. Le dije mi nombre: “Melissa”,
afirmé, con una sonrisa expandiéndose en mi rostro. Siempre mantengo en mis
recuerdos la forma en que miró mi cuello y vio mi cadena, la que tenía una M
como dije colgando; ella me sonrío tímidamente, mientras confesaba que lo había
supuesto, por mi collar. Me sentí orgullosa de él: sentí que había logrado el
comienzo de algo que en ese momento, no podía saber.
Los días pasaron, seguíamos igual. Escuela, maestros,
correr y jugar. Pedí a mis amigas que si le podía decir a la chica que “anduviera”
con nosotras, dijeron que sí, yo estaba feliz. Se lo dije, aceptó. La invité a
mi fiesta de cumpleaños cercana —era casi en una semana—, también me lo
confirmó. Recuerdo haber visto sus ojos sorprendidos, como si no creyera que la
hubiese invitado. Parpadeó muchas veces, tratando de captar lo que le decía.
Era verdad: una niña que apenas estaba conociendo le había dicho que fuera a su
fiesta, ¿qué clase de persona hacía eso, sin conocer a otra?
¿Encontraste la respuesta? Exacto: yo.
Desde aquel día, comenzamos a hacernos más cercanas. Al
principio no hablaba, simplemente nos veía conversar. Me preocupaba, lo
confieso, porque quería que se sintiera cómoda. Le decía “¡habla!”, y ella
sonreía y negaba. Yo me resignaba. Uno de esos días, cuando pronuncié las
palabras, habló. Pero no fueron pequeñas palabras: habló de verdad. Se soltó,
parecía lora. Una lora que acababa de comer. Embarrada de caca —como diría mi
mamá—, hasta no poder más. Me sentí feliz, finalmente confiaba en mí. En
nosotras. Era nuestra amiga.
El tiempo pasó, mis “amigas” comenzaron a detestarla. No
la querían, me decían que me alejara. “Es mala” susurraban, “es como un pequeño
gato que sacó las garras. Aléjate de ella, no es buena para ti”. Yo me enfadaba
de sobremanera, les decía que eran unas tontas, que no la conocían no como
yo, era mi amiga: mi mejor amiga y no dejaría que la tratasen así. Llegaron
a decirme que había cambiado, que estaba siendo creída, insoportable. ¿Lo que
hice? Me encogía de hombros. Sacaba lenguas. Daba igual. Nuestra amistad trajo
problemas —Dios, vaya que lo hizo—, pero nunca importó: logramos salir
adelante. Ella confiaba en mí más que nada en el mundo y yo en ella. Éramos
como hermanas, más que eso, muchísimo más. Parecíamos inseparables.
Pero nada es fácil en este mundo y al año, cuando
pasamos a quinto grado, revolvieron grupos y mi MEJOR amiga, quedó en otro
grupo. Separadas, sin clases juntas, solo recreos… No iba a hacer lo mismo, yo
lo sabía, tal vez ella también y aun así, lo intentamos, pero consiguió otra
amiga —una que estaba en su grupo y aparentaba
ser buena—, y lentamente nos separamos. Ya no éramos unidas. Ya no éramos ella
y yo. La hermandad se fue.
Recuerdo haber estado triste —desolada, porque la
perdía—, mientras me montaba al carro después de la escuela, con mi mamá al
lado. Ella me preguntó que qué me pasaba y le conté todo. Cómo mi mejor amiga
ya no era mi mejor amiga, porque ya no nos veíamos. Ya no estábamos juntas.
Cómo había conseguido otra amiga y que aun así, no la culpaba, porque no
esperaba que se quedase sola por mí. Mamá sonrío, ¿saben? Ella simplemente hizo
eso y su sonrisa me calmó como siempre lo ha hecho, y dijo que volvería
a mí, que no me preocupara, porque esa chica con la que estaba no era buena y
que si realmente estaba destinado que fuésemos mejores amigas, que en algún
momento, volvería a mí. Le pregunté que cuánto faltaba.
Mamá dijo que lo que fuese necesario.
Pasó un año y mucho quedó en el olvido. Mis nuevas
amigas eran buenas, lindas, divertidas, me apoyaban —no como las pasadas—, y me
hacían sonreír. Mi mejor amiga quedó atrás, sin embargo, su recuerdo me hacía
entristecer. La veía en los pasillos, nos saludábamos y creo que en nuestras
sonrisas quedaban pequeños retazos de los secretos que compartimos. Lo que
alguna vez, nos unió y después, nos separó.
Un día fui a misa en una actividad del colegio y me tocó
sentarme a su lado. Nos sonreímos, la molesté, rió. Hablamos como antes, como
si el tiempo no hubiese pasado y sentí nostalgia, porque pensé que no volvería
a tener algo así de sencillo con nadie más. Realmente le extrañaba, pero,
sinceramente, yo sabía que ella no me extrañaba de la forma en que yo lo hacía.
Estaba feliz con su amiga, sin mí a su lado. Eso estaba bien, nunca me molestó,
porque era —o en algún momento fue—, mi mejor amiga.
Una noche le envíe un mensaje. Le pregunté que cómo
estaba. Me dijo que mal, yo, curiosamente, le pedí la razón y me explicó con
dolor en sus palabras, que la chica predilecta que tanto yo envidié, le había
dicho que ya no deseaba ser su amiga, que estaba harta de ella y de que todos
la eligieran por sobre sí misma. Que ya no le quería, que su amistad ya no era
lo mismo: que estaba simplemente cansada y así, poco a poco, le rompió el
corazón. Me confesó que no sabía que hacer, porque le había dicho eso cuando
estaba enferma y que no la había visto más, pero que ahora andaría sola en los
pasillos de la escuela —o solo con unas cuantas amigas de su grupo—, estaba
triste, porque había perdido a su mejor amiga. Lloró mares, lo supe después,
pero yo no lo dejé así. Le dije que podía venir con mis amigas y yo, que
anduviera con nosotras —como en los viejos tiempos—, que no importaba.
Poco a poco, aceptó.
El año pasó lentamente, con todo el proceso de salir de
sexto grado e ir a colegio. Volvía a ser la misma de siempre, la que conocí
cuando teníamos 10. Mis amigas la aceptaron con gusto, yo también. Estaba
feliz, porque por lo menos la tenía de vuelta. Nos veíamos entre recreos,
superó a su otra amiga, se dio cuenta de que la chica no la merecía, supo que
no valía la pena sus lágrimas.
Un día, memoro con mucha felicidad, le pregunté mientras
caminábamos alrededor de la pista de nuestra escuela si quisiera ser de nuevo
mi mejor amiga y aceptó. Quise decirle mil cosas en ese momento, lo mucho que
la había extrañado, que la quería demasiado, que no había amiga como ella,
porque nunca la encontré, que le adoraba, que estaba feliz, pero no lo hice,
porque esas cosas nunca las digo. Nunca he podido expresarme tan bien con mi
boca, las palabras son más hermosas en una hoja donde quedan impresas, que en
el viento, donde cualquiera puede llevárselas, sin saber apreciarlas.
Nos graduamos, pasamos a colegio juntas, nos quedamos a
dormir en mi casa, hacíamos noches de películas —y seguimos haciéndolo, damn
it—, contábamos secretos, confesábamos amores y nos consolábamos en problemas.
Hacíamos todo una y otra vez, sin cansarnos la una de la otra. ¿Peleas? Nunca.
Simples discusiones que cualquiera tendría, pero separarnos, no. Cuando yo
comencé a escribir, ella estaba allí. Cuando le mandaba mis primeros capítulos,
me decía lo buenos que eran cuando, si nos ponemos a ver ahora, no son tan
excelentes, cuando le confesaba que algún texto no había quedado tan bien,
me regañaba, porque decía que estaba bien así y que tenía un talento inmenso…
Cuando le expresé mi deseo de ser escritora, simplemente
sonrío y dijo que lo sería algún día y que tendría un futuro gigantesco.
En estos 5 años, siempre ha estado allí para mí, sin
importar qué. Sigue haciéndolo. Esta chica que tanto adoro me aguanta en mis
peores días. Me hace reír cuando estoy desconsolada. Me abraza, cuando de
alguna extraña y bendita forma sabe que ocupo un abrazo cuando no quiero
aceptarlo. Me dice lo mucho que me quiere, en los momentos menos esperados. Me
escucha, a pesar de lo tonto que le diga. Me perdona, sin importar qué cosa.
Aguanta mis cursilerías, mis montones de momentos de romántica empedernida. Me
regala las mejores sonrisas y lloradas de la vida. Ve las películas más
empalagosas del mundo por mí, sin importarle si le gusta o no. Guarda cada
secreto que le cuento. Me dice qué está mal en mí para que lo entienda, porque
prefiere hacerlo antes de hablar mal de mí a mis espaldas. Me trata como si
fuera su hermana. Como si fuéramos inseparables. Y ni siquiera debería haber un
“como” en esas oraciones, porque realmente somos todo eso y más. Seguimos
adelante, como siempre logramos hacerlo. Seguimos juntas, a pesar de todo. Esta
chica es a la única que puedo decir que es mi mejor amiga de verdad, porque no
se lo diré a nadie más, sino es a ti, Fabi. Porque sabes que aunque tenga
123434 personas diciéndome que soy su mejor amiga, nunca les devolveré la
respuesta, porque la única persona a la que le tengo que decir que es una de
las personas más importantes en mi vida, es a mi VERDADERA mejor amiga. A nadie
más.
Siempre he agradecido tener a esta chica, no porque
quiera sonar arrogante, sino porque es más de lo que habría podido pedir. Y
espero que cada persona que lea esto tenga a una Fabi en sus vidas, porque
estoy segura de que si no la tuviera, yo jamás sería la misma.
Y estoy segura, de que ustedes tampoco.
Muchas gracias.
PD: Tal vez a muchos no les importe esta historia, pero a mí sí y por eso la subo aquí(: Y a mi mejor amiga también, claro ^^ Aun así, espero que a los que la lean, les guste :3
Ay Meli... es tan bonito... Yo la tuve, pero después de 9 años la cosa ha caído, y mucho. Aunque justo el otro día hablé con ella, y decidimos volver a empezar, para poco a poco volver a ser lo que éramos... :)
ResponderEliminarTienes muchísima suerte, de verdad, y menos mal que lo sabes. No la pierdas nunca :)
Un beso!
La historia me ha gustado mucho. Quien tiene un amigo tiene un tesoro, y yo creo que tú lo tienes. No sabes lo afortunada que eres, valóralo.
ResponderEliminarUn saludo !
Es una buenísima historia!!! Me ha encantado!!! Yo la tuve, o eso creí, pero se marchó. Ahora tengo una que es como mi hermana, y lo mejor es saber apreciarlo y darte cuenta de que eres afortunada!!! Un besito!
ResponderEliminarUna historia preciosa. Yo tuve la mía, como todos supongo. Pero por ciertas circunstancias 14 años después de mantener una gran amistad ella me defraudó pero a día de hoy puedo decir que tengo amigos importante y por supuesto una amiga a la que considero que es como mi hermana.
ResponderEliminarUn besote!^^